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Mensaje por Apu Miér Nov 21 2012, 14:06

A veces el viento cambia de rumbo unos segundos y entonces el cabello, la bufanda, la capa, todo se vuelve sobre sí latigueándole el cuerpo, cacheteándole la cara. Su cuerpo está tieso, como un mástil sosteniendo inútilmente jirones de banderas derrotadas. Ella parece estar mirando el río, pero en verdad no mira nada. Si no fuera un lugar común, se podría decir que recuerda a un mascarón de proa, con los cabellos sueltos, largos, suspendidos a la altura de la cara. Las mujeres de su edad no suelen usar el cabello largo, y las pocas que lo hacen lo llevan recogido. Tiene una leve conciencia de las miradas que suscita. Pero está demasiado preocupada por lo que se avecina como para prestarles atención. Ella no quiere parecer rebelde, si pudiera se ocuparía de ser recatada y normal, pero no puede.

Hace un frío asesino, como siempre a esta altura del año. Nadie se queja; no tendría caso. Lo mejor es tomar precauciones y salir abrigado, o no salir. Pero ella conserva la mirada del exiliado frente a las penurias, que soporta, pero que no hubiera tenido que soportar si las cosas hubieran sido distintas.

Mete la mano en el bolsillo, ya casi no siente os dedos del frío, pero es una sensación que la hace sentir viva, que le traen muchos recuerdos a la mente, pero ahora no era tiempo de recordar; con la punta de los dedos toca algo que no recordaba haber puesto allí. Lo saca, lo observa: es un chocolate. Sonríe, aun cuando está segura de que la circunstancia no se condice en lo absoluto con su sonrisa.

Ella, que se ha vuelto tan racional, sigue creyendo en las virtudes de chocolate aplicables a cualquier circunstancia. Si hace mucho frío, hay que comer chocolate para entrar en calor; si uno está triste, un chocolate traerá, sino alegría, al menos un poco de alivio; si hay que hacer un trabajo pesado, el chocolate proporcionará la energía. Por eso suele levar siempre un chocolate con ella, nunca se sabe que podría pasar y no es bueno andar sin chocolate.

Siente que cada tanto pasa alguna persona por sus cercanías. Retazos de palabras, cosmos y energías, algunas familiares, otra no, llegan sueltos, inconexos. Nadie camina demasiado rápido en ese suelo rocoso, montañoso, baboso de deshielo. Hay tiempo para que el viento acerque unos susurros. Por lo poco que puede o quiere entender se refieren a ella. Cómo se puede estar parada en el frío, sobre una montaña, mirando al lago un día como este.

Desenvuelve el chocolate con facilidad. Es un momento ideal para comer un chocolate: hace frío, está triste y se siente débil.
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Mensaje por Apu Sáb Nov 24 2012, 19:57

01




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- Empecé a leer para olvidar, algunos lo hacen con la bebida, otros recurren a la cocaína, pero yo había decidido que mi perdición iba a ser la lectura. A pesar de mi corta edad creía en el valor de la lectura, ya que si hay gente que vive una vida enfrascada en libros dedicada a aprender, ¿por qué yo no podía dedicar la mía a vivir en los libros para olvidar? Empecé con libro, el primero que encontré al llegar a la librería, no tenía fuerzas para hablar, ni quería hacerlo, traté de reducir el contacto al mínimo e indispensable. Así empecé a drogarme con la lectura. En mi vida había leído tantos libros como desde aquel momento, algunos autores eran conocidos, otros, nunca los había oído nombrar en mi vida, pero eso no era algo que iba a detenerme. Ahora todo había cambiado, había perdido todo lo que se puede perder. La frase “se refugió en la lectura” la había escuchado varias veces en mi vida, pero nunca había reparado en el verdadero significado de esa frase textualmente, pero encontré en los libros un refugio, para perderme y olvidar el dolor, un lugar al que nadie excepto yo podía entrar. Hacía lo necesario para vivir, porque las veces que quise matarme no tuve éxito, ahí descubrí que para vivir se necesita una férrea voluntad de aferrarse a la vida, para moría hace falta una inquebrantable voluntad, no de renunciar la vida, sino de renunciar al pasado para siempre. Cada vez que tomaba la decisión de quitarme la vida el pasado me invadía, aunque su dolor era fuerte un punzante lograba generar una energía dentro mío, algo tan fuerte como el universo, como si un universo viviera dentro de mí. Pero ahora mi vida eran los libros, era la única manera de huir. Leía, al principio me costaba concentrarme, las primeras páginas no entendía absolutamente nada, leía hasta que me forzaba a entrar en el relato y abstraerme de todo y todos.



No recuerdo ahora en que libro, pero sé que el conocimiento está, las palabras decían algo como “todos nacemos bajo una estrella y por un motivo en especial”, nunca imaginé que el motivo por el cual brilla mi estrella es el de perder. Nunca fui una niña feliz, de esas que se sorprenden cuando algo las lastima o les duele, yo no. Había perdido a mis padres, tan tempranamente, había perdido mi casa, había perdido mi mundo, solamente me quedaba mi hermana, pero había perdido todo lo que una persona puede perder antes de cumplir los 10 años. Cada vez que conocía a alguien, a un amigo, una maestra, un chico, lo primero que hacía era imaginarme como iba a desaparecer de mi vida, estaba acostumbrada a que mis afectos murieran, me abandonaras o simplemente desaparecieran sin pedir más.

Con mi hermana empecé a hacer lo mismo que hacía con las personas que conocía y desaparecía de mi vida. Iba de la alegría al llanto pensando en posibles finales para mi hermana, desde bebé la tenía a cargo. Solía pensar que si se moría o desaparecía era la ley de la vida, que tenía que pasar, que si apostaba a la esperanza o a la felicidad esa misma apuesta me hundiría aún más en la pérdida y el dolor.

Cuando uno pierde, sea lo que sea, por naturaleza, aunque yo no lo entiendo, siempre tiene fe en recuperarlo. Sé que quien me conoce habla de mi a mis espaldas, siempre compasivos, poniendo un manto de piedad, que toleran que me quede callada, que no hable, que sea distante, que me enfurezca de la nada y rompa todo (aunque por eso nadie puede enojarse, mis cosas son mías) porque “perdí a mi hermana”. Escuché tantos días, tantas horas, tantas veces esa frase, e incluso tantas veces la leí que gasta perdió el sentido. Siempre imaginé la posibilidad de perder a mi hermana, así como perdí todo en mi vida, pero para eso era algo que realmente no estaba preparada, ella era parte de mí, una extensión de mi cuerpo, era algo más que mi hija y algo más que una hermana, ella era todo lo que yo tenía en la vida, lo único que me daba el sentido de vivir. Con ella tenía una obsesión desmedida, siempre salía con fotos actuales por si se perdía y precisaba buscarla. Cada semana íbamos al zoológico, que era su lugar preferido. Entrabamos de la mano, ella se iba enseguida corriendo a ver a los leones, yo me contenía para no salir corriendo como una loca, una desquiciada, por el temor de que se fuera, de no encontrarla. Siempre me aterró la posibilidad de perder a mi hermana, cuando tenía angustia la abrazaba muy fuerte, esos abrazos que sacan el aliento. El tiempo me mostró que estaba equivocada, que hay algo peor que la incertidumbre de no saber dónde está mi hermana, que es tener la certeza… está bajo tierra, en un pequeño y gélido cajón. Está muerta No existe esperanza alguna de volverla a ver, porque no está extraviada. -
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Mensaje por Apu Lun Nov 26 2012, 17:21

02





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- El último libro que había leído era “La comprensión del arte”, que hace meces había terminado, era una de esas novelas clásicas de suspenso, policial, dos de los géneros que más me gustaban. Cuando la tragedia decidió llamar nuevamente a mi puerta, decidí releerlo, lo leí tanto que lo ahuequé de palabras, lo vacié, al punto de que nuevamente pensaba en lo inevitable, como lo que menos quería era eso… pensar, fui a la tienda de libros y agarré el primero que vi. Era un libro de ítalo Calvino, no recuerdo el nombre ahora, pero ene se tiempo recién había salido a la venta. Al terminarlo, en las últimas páginas, la editorial a modo de publicidad ponía una lista de libros, alguno si tenían que ver con la temática de ese libro, otros no tanto, pero imagino que cumplía su objetivo, vender más. Decidí comprármelos todos, si no quería que la realidad me invadiera, lo mejor era que yo entrara de lleno a ese mundo de letras, tintas y palabras. A su vez cada libro traía su lita, así que a medida que iba leyendo anotaba rigurosamente esas listas por orden, así jamás me faltaría mi “droga”.

Empecé a leer “Boresbian”, es de un autor cuyo nombre no recuerdo. “Fue el 5 de Abril de 1567 cuando Etzio Auditore, mi hermano, se sentó por última vez entre nosotros, aunque eso lo sabríamos más tarde”, decía la primera línea del libro. Necesite dos horas para reponerme. Cómo evitar ver la cara mi hermana en la última escena feliz de su vida. Las dos cenando una de mis alocadas comidas alrededor de la mesa que ella había puesto, con su altura diminuta, plato por plato, vaso por vaso. Nunca más pude sentarme a comer. Incluso el ruido de los cubiertos, las conversaciones vanas de la cena son sonidos que representan una peligrosidad de la que aprendí a defenderme como la piel del fuego.

Creí que me iba a ser imposible leer sin que todo me recordara o me remitiera a ella. Pro después de ese rato de ahogos, y de lágrimas y babas cayéndome por el pecho, decidí volver a intentarlo. La historia de Etzio no era trágica, tal vez lo era de un modo abstracto, lo que sí era seguro es que Etzio moría de viejo y que no había ningún niño muerto. De todos modos cada vez que decían “mi hermano” mi corazón se estrujaba hasta convertirse en frutilla, pensaba en la familia que nunca tendría. Desarrollé una habilidad increíble para espantar pensamientos dolorosos. Terminé el libro sin haber refrescado casi nada en la memoria que conservaba de él. Apenas algunos retazos se volvieron más vívidos, lo demás simplemente palabras repetidas, como si se tratara de una mantra, de un patrón. Durante el tiempo que me había llevado la lectura contemplé con satisfacción que había logrado abstraerme, sino al menos apartarme unos centímetros de mi dolor. Cada vez que cerraba el libro volvía a caer sobre mí la terrible certeza de la muerte. Entonces comprendí que lo que había intuido como un buen método era, sencillamente, mi única oportunidad de sobrevivir. No porque vivir fuera importante para mí, sino, al contrario, porque me era francamente insoportable. Pero morir no estaba dentro de las posibilidades, no se me ocurría cómo, no tenía fuerzas para planear ninguna estrategia, y el suicidio no es tarea para improvisados. Lo único que quería era ignorar que estaba viva, morir sin morir, atravesar todos los días sin que nada ni nadie notara mi presencia, pero sobre todo sin que nada se convirtiera en un estímulo capaz de desencadenar ese dolor que vivía agazapado en mí. -
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Mensaje por Apu Mar Nov 27 2012, 18:00

03




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- Lo primero que hice cuando llegué a mi casa después del accidente fue aclarar que no quería ver a nadie y que no iba a devolver las cartas que me enviaran. La señora que trabajaba en la casa comprendió enseguida que hablaba en serio y fue mi mejor aliada en esos primeros tiempos, y también en los que siguieron. Inauguró una caja de papiros, al que luego siguieron muchas más cajas, en los que anotaba textualmente los mensajes de amigos. Tenía una gran habilidad para excusarme e interponerse entre el mundo que quería rescatarme y yo. En realidad era la persona con la que más hablaba. Ella no había conocido a mi hermana y yo no podía inventarme un presente continuo sin su presencia. De todos modos nunca hablábamos de nada profundo y, para decir verdad, en general permanecíamos en silencio, pero con ella me sentía cómoda y mantenía una conexión liviana y agradable. Sabía que nunca me iba a preguntar nada inconveniente y estaba segura, aunque nunca la puse a prueba, de que si decidía suicidarme ella me iba a ayudar sin cuestionarme.
Los días que ella salía, yo colgaba en la puerta de la casa un cartel que decía “No molestar”, cuando mi novio volvía, sacaba el cartel y así podíamos pasarnos todo el día en una lucha sin cuartel ni sentido. Finalmente acordamos en que yo no colgaría el cartel siempre y cuando él atendiera la puerta y no me dejara escuchar las voces de la conversación.

Cuando las visitas se hacían inevitables, porque venían sin avisar, tenían llave o mi novio les pedía que vinieran para ver si lograban hacerme reaccionar, ella se iba discretamente hacia la cocina. Y en eso también sentía que era una aliada, porque sabía que si se enemistaba con mis amigos o la familia de mi novio, ellos iban a terminar haciendo que se fuera, que mi novio la echase, que la sacara de mi lado.
Durante los primeros tiempos las visitas venían a la vera de mi cama, donde pasaba la mayor parte del tiempo. Trataban de tocarme, de agarrarme las manos, pero yo huía de todo contacto. Otros intentaban la charla fácil, mundana, pero tampoco les daba resultado, era algo a lo que yo no estaba dispuesta, un juego al cual yo no quería prestarme, ya que eso conllevaba después muchas cosas más. Cuando logré salir de la cama, recibía a los invitados en la cocina, con la señora a mis espaldas como una escolta silenciosa. Es curioso, pero ahora que lo pienso, ella que ha sido una fiel compañera nunca me dijo su nombre, ni preguntó el mío, para entenderos eso era lo de menos. Las visitas no disintieron, con el tiempo se empezó a formar a mi alrededor, parte por piedad, por complacencia, y porque yo lo permitía una suerte de “consejo superior” que discutía alternativas para sacarme del pozo donde estaba metida, un lugar del cual yo no tenía intenciones de salir. Hicieron consultas con brujos, gente del barrio, médicos y psiquiatras, algunos hasta intentaron hablar conmigo, digo intentaron porque para hablar hacen falta dos, y yo en ese momento lo que menos quería era eso.

La posibilidad de internarme entre el “consejo” surgió más rápido de lo que yo creía. No le di mayor importancia. Después, cuando los ecos de esas palabras empezaron a sonar con más fuerza, evalué con más atención la posibilidad. Hasta llegó a parecerme una opción interesante; la fantasía de estar internada significaba un lugar blanco, con profesionales y un aislamiento total y un estado de inconciencia provocado por las drogas y alucinógenos. Entonces decidí que no había mejor camino para mí que ese y se lo hice saber a mi novio. Él lo vio con buenos ojos, pensaba que “lo hacía por nosotros, lo hacía por mí y por él”, yo en realidad buscaba vaciarme de todo contenido, de toda emoción para como un cántaro de barro terminar por secarme y romperme con el paso del tiempo. Hice las valijas, poniendo entre mis ropa, mi poca ropa, montones de libros, tal cual como seguían en el orden de mi lista. -
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Mensaje por Apu Jue Nov 29 2012, 20:33

04




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- Cuando llegué al instituto mental, con mi novio escoltándome a cierta distancia y mi bolso en la mano, me recibió el director, quien provocó mi primera decepción. Yo esperaba alguien con una bata larga y blanca que me guiara a mi cuarto donde habría alguien con cara de maníaco/a y una jeringa en la mano, quien me pondría a dormir, pero no fue así. Me hizo pasar a su oficina, me invitó a sentarme junto a él. Hablar era lo que menos quería hacer, pero parecía no tener otra alternativa. Me pregunto quién era, que hacía ahí, porque había ido… bla bla bla… seguramente buscando una respuesta que lo conformara, al menos por ese momento. De pronto, yo, quien hace mucho tiempo me había olvidado ya del sonido de mi voz, me escuche decir “Para olvidar”. Tenía unos ojos de un celeste parejo y penetrante. Se quedó en silencio esperando más. Por primera vez en meces se me cayeron las lágrimas que había aprendido a guardar. Me sentí vulnerable, cuerpo al mismo tiempo sentía que estaba en un lugar cálido. De pronto paré de llorar, así como de sopetón. Entre tanta tristeza sentí que empezaba a conectarme conmigo misma, fue ahí, en ese momento donde logré mi primer instante de paz, logré ser una conmigo misma, despertar mi energía interior, pude sentirme una con el universo, en plena armonía, hasta llegué a sentir que yo misma era el eje de un universo que habitaba en mi interior. Creía que el tiempo se había detenido en ese instante, creía tener el poder de demoler todo con mis manos, con todo mi cuerpo. Cuando lo miré a los ojos me pareció ver un brillo extraño en ellos, emanaba una tranquilidad como la de un lago en medio de una pradera. Sentía que los dos reflejábamos esa actitud de tranquilidad, sentía como que si los dos fuésemos energía, por un instante cerré los ojos imaginándome esa situación, cuando re repente un estruendo me volvió a la realidad, las ventanas de la oficina habían estallado, el director me miraba con una mezcla entre asombro y anhelo. Supuse que por ser el director no tendría muchas oportunidades de verlo, que pronto pasaríamos a mi cuarto con quien me daría las drogas que tanto vine a buscar. Conformándose con mis poas palabras, decidió dar por terminada la charla. Al levantarse y abrir la puerta una especie de asistente a la cual sólo llamó Susana me acompañó hasta mi próxima morada. Apenas la vi me pareció una mujer rara, no por el trabajo que tenía, sino por su curioso atuendo. Llevaba ropa normal, como cualquier otra mujer que estaba por las calles, la única diferencia es que ella portaba una máscara la cual parecía de un material raro, que cubría todo su rostro dejando todo lo que había debajo a la imaginación. Cuando llegamos volví a sufrir otra desilusión al comprobar que también tendría que compartir el cuarto con una muchacha de cabellos lacios y llovidos que se alegró mucho al saber que tendría una compañera. Nada era como lo había imaginado y empecé a dudar seriamente de que aquello representara la paz que buscaba. Mo novio se dio cuenta de que ya no estaba tan segura de querer estar allí y me llevó al parque para hablar conmigo a solas. Su bondad y su paciencia eran como un rallador contra mis terminales nerviosas. Me dolía y a la vez me exasperaba saberlo tan dispuesto a hacer lo que yo quisiera, tan seguro de su lugar en el mundo, tan dedicado a la tarea de salvarme. No podía entender cómo hacía para amarme, para sentir amor.

Tuve compasión de él y le mentí. Le dije que quería quedarme y que haría todo lo posible por sanar mis heridas y estar lista para volver a empezar. Él me tomó de las manos y me las besó con besos mojados de lágrimas y esperanzas. Yo le di un beso en la frente y me fui antes de que toda mi estantería se estrellara contra el césped húmedo del parque. Lo dejé solo, llorando, tapándose la boca con las dos manos mientras los hombros subían y bajaban. Después lo vi irse lentamente, sin mirar atrás. Sentí cierto alivio al comprender que no tendría que compartir la cama con él, que no tendría que sentir sus ojos en mi espalda, su respiración trabajosa, mientras leía tratando de ignorarlo. Que no tendría que temer cada noche que se acercara o que me abrazara mientras dormía, acercando así el peligro de despertar en mí alguna clase de sentimientos que me recordara otros de los que tanto me costaba huir. -
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Mensaje por Apu Vie Nov 30 2012, 09:25

Muchas veces ha pensado nadar en el río. Siempre supo que no iba a encontrar la fuerza suficiente para darse impulso, sin embargo a veces sueña que busca en el agua helada. Se ve vestida con una falda vaporosa y un sobretodo cubriendo su cuerpo. A medida que desliza los brazos y los estira por el agua, dolorosa de tan fría, se va sintiendo más liviana, más mínima, hasta ser casi insignificante, como un crustáceo. No recuerda desde cuando soñó con ese baño purificador, pero puede ser que lo haya soñado desde que llegó a esa patria helada. Ya no era una adolescente, los años habían pasado, ya casi habían pasado tres décadas desde su nacimiento. Tal vez su cuerpo tenga la apariencia de una quinceañera porque ha muerto y reencarnado en el mismo cuerpo. Tal vez por eso lleva el pelo suelto. El mismo que se enreda con las plantas acuáticas cuando mira fijamente el río tratando de olvidar.

El viento agita las aguas provocando unas leves ondas, el reflejo de su máscara en el agua cristalina trae sus pensamientos a la realidad. No ha venido a olvidar, hoy su tarea era distinta, tenía una misión que cumplir, un objetivo fijado. Tiene que hacer fuerza para mantener aislada su memoria. Tiene que dejarse llevar. Ojalá pudiera rememorar el pasado. Pero ya no es posible.
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Mensaje por Apu Vie Nov 30 2012, 12:06

05




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- El siguiente libro de la lista era “hummahad”, un libro que también había leído. Otra vez dudé, aunque menos, sobre si debía leerlo, o saltearlo y entregarme a alguna novedad. No tenía fuerzas para tomar decisiones, así que seguí el cronograma como si fuera la receta de un médico experto.

Apenas leí las primeras dos páginas entré en un estado de pánico que no me permitió siquiera llorar. Por un momento creí que estaba sufriendo un ataque cardíaco, pero iba a averiguar muy pronto que morir nunca es tan fácil. Recordé de pronto que en ese libro se moría una niña, una niña de la edad de mi hermana, también en un accidente. Claro que la niña del libro, Eurídice, moría en un accidente, mi hermana había muerto en los caminos, y, diferencia fundamental, toda su familia había muerto con ella. Y yo seguía viva.

Después de un primer tiempo durante el cual había tratado de explicarme el accidente, de buscar en mis recuerdos alguna explicación, alguna pista que me permita entender la fatalidad. Al principio lo contaba una y otra vez. Lo contaba a quienes venían a verme al hospital, lo contaba a las enfermeras, me lo contaba a mí misma cuando por fin me quedaba sola. Siempre que llegaba a la parte donde mi hermana gritaba mi nombre sin parar, entraba en una crisis de llanto que sólo con unas potentes drogas lograban bajarme la excitación. Mientras recorría las páginas de este libro experimentaba la misma sensación, una suerte de padecimiento doble. Por un lado, las palabras que leía iban a un ritmo relativamente rápido y, por el oro, las imágenes del accidente pasaban con una lentitud lacerante. Algo como un dejo de resignación empezaba a asomar. El truco parecía estar en no dejar de leer. Si dejaba el libro un minuto para concentrarme en mis recuerdos, entonces todo se desbarataba y las lágrimas venían a mí con una incontinencia insoportable. Los médicos habían insistido mucho en el hecho de que no había sufrido, que había muerto instantáneamente por el golpe en la nuca. Sin embargo yo la había escuchado gritar pavlin pavlin pavlin y sabía que había sentido mucho miedo. Incluso había visto como corrían las lágrimas por sus mejillas tan redondas, y cómo extendía las manitos hacia mí. De ese sufrimiento nada me libraba. Yo había tratado de saltar por encima del conductor para dominar el carruaje y evitar el accidente, en vez de abrazarla, de contenerla, pero en ese instante una energía se apoderó de mí, venia de lo más profundo de mi ser, veía todo en cámara lenta, escuchaba mi nombre repetirse una y otra vez a manera de susurro, parecía como si el tiempo se iba deteniendo poco a poco, la vida en ese instante pasaba como si me mostrasen un cuadro detrás de otro, mi instinto se apoderó de mí, parecía que no tenía control de mi cuerpo, sólo me vi saltando como en cámara lenta hacia el asiento del conductor, desplazándolo de un solo movimiento y ocupando yo su lugar, tratando de detener a los caballos que parecían no darse cuenta de la situación, ya que no detenían su marcha, en ese momento me sentía acelerada tratando de detener un objeto inanimado que sigue su marcha a una lentitud firme y constante no pudiendo evitar lo evitable, cada vez sentía más fuerte aquel susurro hasta que se trasformó en un grito, en ese instante todo se puso de un color blanco frente a mis ojos, no pude ver nada más. Lo siguiente fue haber despertado en el suelo, viendo a mi hermana, ahí, tirada en el medio del camino. Una vez consiente volví a escuchar la misma voz susurrando mi nombre, y a mi hermana gritándolo. Creí que podía dominar la fatalidad y salvarnos, pero lo que en realidad hice fue salvarme a mí misma. Contrariamente a lo que pensaba, cuando dejé el libro a un lado, sentí un gran alivio, empecé a oír el susurro de mi nombre, tal como aquella vez, una y otra vez, era algo que surgía de mí mismo ser, desde mis confines más profundos, empezó a repetirse una y otra vez, pero cada vez más fuerte, empezó como un susurro, pero a estas alturas se oía como un grito de una epifanía, recuerdo que mi compañera de cuarte me estaba mirando cuando de pronto mi vista de nubló de una luz blanquecina. Ya no vi mas nada, me sentí en un sueño, como dormida. Había tenido una revelación. Mi vida tenía una razón de ser, después de todo: expiar la culpa a través del sufrimiento de estar viva. -
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Mensaje por Apu Jue Dic 13 2012, 18:28

06




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- Los días siguientes los pasé en la cama, tratando de hacer realidad mi fantasía de retiro hospitalario. Pero a cada rato venia alguien a importunarme. Cuando los distintos galenos que trabajaban en ese lugar me dejaban en paz con sus presentaciones y sus invitaciones a participar en talleres, grupos, o lo que fuere, mi compañera de habitación (Que resultó llamarse María) se acercaba a mi cama para intentar conversar, la primera vez me la quedé mirando fijo, había un detalle particular, estaba segura de que ella al igual que Susana llevaba una máscara, pero la diferencia era que la máscara de María estaba partida, rajada, sólo conservaba la mitad de esta. Yo simulaba ignorarla hasta que realmente terminaba haciéndolo. Pero ella era muy paciente. Se sentaba en una silla frente a mi cama y empezaba ofreciéndome con mucha cortesía una bebida caliente, un vaso de agua o una bebida dulce. Jamás cedía a la tentación de contestarle. Uno de los beneficios de ese lugar era justamente ése: en un lugar para locos nadie se sorprendía de los silencios prolongados al infinito, de los gritos desgarradores o de los discursos delirantes. Lo mío era el silencio, María en cambio prefería los discursos delirantes (lo sé por las pocas palabras que ella dice todos los días, de las cuales rescato algunas con pinzas no cediendo a la tentación de hablarle). Aunque no descartaba gritar como una enajenada o simular hablar con amigos invisibles cuando se hiciera necesario, ya fuese para ahuyentar compañeros demasiado sociales o para conseguir las drogas adormecedoras que había ido a buscar y que nadie parecía querer darme.

María se contestaba sola cuando resultaba evidente que no iba a hablarle. “¿Querés un biscocho?... No, si yo ya sé que a vos no te gustan las cosas dulces.” Después me contaba cosas de su vida, sin importarle que yo nunca sacara la nariz de mi libro. Algunos hablaban frente al espejo, otros me hablaban a mí, pensaba, resignada a ser la interlocutora muda de mi compañera de cuarto.

En un momento, casi sin darme cuenta, sus historias empezaron a interesarme. Entonces cerraba los ojos y me hacía la dormida mientras seguía con atención su voz de niña dulce, a pesar de que ya no lo era, de la violencia en sus historias, su voz no había perdido la calidez y la sorpresa de una niña, eso me impresionaba. Era más vieja que yo, pero aun así parecía unos años más joven físicamente, sin embargo había algo en ella que me provocada ganas de darle un abrazo, me tranquilizaba, me transmitía una energía de paz y a la vez me horrorizaba, me transmitía un poder y una destrucción inimaginables. Era una chica muy ordenada, nunca me contaba nada al azar. Relataba los hechos de su vida en estricto orden cronológico sin olvidarse de nada ni nadie. Empezó por su primer recuerdo y de ahí en adelante me fue contando un capitulo por día y a veces dos. Cuando me di cuenta que la estaba escuchando con interés me arrepentí de no haber prestado atención los días anteriores, a sus primeros relatos, porque estaba haciendo referencia a personas y lugares de los que evidentemente ya me había hablado en días anteriores y yo me quedaba sin entender. Era como un libro viviente, pero sin páginas a las que pudiera volver. Algunas veces me reprochaba el interesarme por ella, por otro lado sentía compasión e incredulidad por su historia, como alguien con tan poco tiempo de vida puedo sufrir tanto y estar rodeada por tanta muerte, aún incluso más que yo. Si hay algo peor que una muerte te atormente, es que cientos de muertes lo hagan, de saber que por esas muertes uno sigue vivo.

14 días habían pasado en mi nuevo hogar hasta que decidí romper el silencio para que me llevaran a ver al psiquiatra, al psicólogo o a quien fuera que pueda darme las drogas que tanto había venido a buscar. Esa tarde maría me estaba contando una parte de su vida que se trataba de una guerra, yo a estas alturas creía que ya no era su vida lo que me contaba, no creía capaz de que existieran guerras en las que se jugara el destino del mundo solamente en las manos de unos guerreros y la población del planeta no esté enterado, me parecía algo absurdo, así como esa teoría de que todos estábamos hechos de energía, que teníamos un universo dentro nuestro, de que sólo los elegidos manifestaban la voluntad de controlarlo y otras cosas más que ella siempre me repetía cuando involuntariamente no controlaba los músculos de mi cara y esta ponía una expresión de incredulidad, hasta ha llegado a zamarrearme gritando esa absurda teoría. Lo que era cierto y me intrigaba era por qué ella tenía una máscara muy parecida a la de Susana, quería más información sobre eso. Cuando me levante por mí misma de la cama la cara de mi compañera cambió drásticamente, de una expresión de tranquilidad pasó a una de terror digna de uno de los mejores pintores del siglo. La única palabra que salió de mi boca fue “¡Susana!”.

A los pocos instantes apareció ella cruzando la puerta, se notaba que agitada, porque las gotas de sudor caían por el frente de la máscara, al menos eso no lo podía ocultar. Cuando le comenté mi necesidad me contradijo diciendo que no estaba lista aún, que mi objetivo de estar ahí no era curarme era morir. Le informé que me decisión era la de vivir, no la de morir, que no estaba loca, que había ido para olvidar, para expiar mi dolor. María trató de parar la naciente discusión poniendo paños fríos a los ánimos. Susana se acercó a mí y con el gesto de una mano llamó a dos hombres que junto a ella trataron de atarme a la cama, Susana cambia su tono de voz diciéndome que si era la muerte lo que había venido a buscar, ella me complacería. -
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Mensaje por Apu Miér Feb 05 2014, 05:38

07





- Esperé atada más de dos días y dos noches, luego de ese momento había perdido la cuenta. En esos días no probé alimento alguno, sin duda la intención era quebrarme fácilmente, aún más de lo que ya estaba. La única compañía que tenía era la de maría, ella por ratos ponía su mano sombre mi maltrecho cuerpo, quedaba absorta de todo, no sé si era mi imaginación o si realmente había empezado a enloquecer, pero de ella emanaba un aura de color, algo así como una energía. Lo que antes creía que solo era un cuento barato de meditadores y oradores que había conocido en mi vida, parecía tornarse verdad.

Luego de la larga espera parecía que llegó mi hora, lo supe cundo Susana entró en la habitación, era de mañana y el sol daba de lleno en su máscara iluminando toda la habitación; ella desligo mis ataduras y me llevo del brazo, o al menos eso intentaba, hacia la oficina donde se encontraba el regente de aquel lugar.

Al entrar era un cuarto sencillo y normal, igual al mío. No había nada que llamara la atención o que haga de ese cuarto algo especial, algo que marcara o distinguiera que la persona que allí está era especial, como al menos en mi mente se merecía el regente de un lugar así. Supuse que estaban faltos de espacio y que utilizaban las habitaciones de los pacientes como consultorios y oficinas, total, la diferencia es mínima. De pronto el director entró y rápidamente se sentó en su silla y me invito a sentarme frete a él. "¿Es usted el regente de este lugar?", pregunté todavía incrédula. "Así es", contesto él haciendo una leve mueca, que imaginé de disculpa ante mi cara que seguramente debía reflejar espanto. Me sentía débil con él. Había algo en su actitud, o tal vez en sus ojos, que me hacía difícil, sino imposible, ocultar mi dolor. Mi autentico dolor, porque por supuesto, yo habida ensayado un dolor prestado para conseguir las pastillas que tanto quería, que me permitiera a la vez no mostrar nada de mi dolor verdadero. Había pensado en hablarle del tormento del insomnio, de lo difícil que era salir de la cama durante el día habiendo estado despierta toda la noche. Había pensado en decirle que eso era en realidad lo que me impedía participar en cualquier actividad o terapia y que si podía dormir bien toda la noche mi actitud cambiaría radicalmente. Pero no pude. Me senté frente a él y quede paralizada, sentía que no podía hacer nada, pero al mismo tiempo tenía una sensación extraña, como si aquella pequeña sala se estuviera llenando de energía, una energía calma, serena, tranquila, aunque no podía detectar su fuente. Me miraba desde su perfil con las manos entrelazadas sobre las piernas, en una pose estereotipada. En un lugar recóndito de mi cerebro me causaba gracia la pantomima, pero más cerca, más adelante en mi cabeza me rebelaba contra mí misma por ceder ante artilugios tan sencillos y remanados. después de unos minutos que me parecieron eternos, se acercó al escritorio, tomo una lapicera de un vaso y, agarrándola por el centro con las dos manos, mientras apoyaba los codos contra la mesa me clavo los ojos y empezó a hablar.

Quede atónita, haciendo lo posible por decodificar el mensaje que acababa de recibir. Porque hablaba de la última vez que nos vimos como si aquella fuese la primera de una serie de encuentros que hubiéramos pautado. Por qué la negativa a hablar de aquella vez que había sido interpretada como un pedido de tiempo, como una dilación para una respuesta que vendría tarde o temprano. Siempre he odiado esa idea peregrina de algunas personas de que pueden ver el más allá, de que son seres elegidos para comprender lo que nadie ha podido comprender de sí mismo ni de los demás. Esa seguridad que les da certeza de que tarde o temprano uno se va a quebrar, que su corazón se va a abrir irremediablemente como las flores ante el sol.

Sabía que cualquier respuesta iba a generar otra pregunta, incluso las preguntas retoricas, cualquier pregunta sería como un anzuelo ardiéndome en el paladar y que mis resistencias empezarían a resquebrajarse. No quería ceder ante él. Sé perfectamente que no quería que mis barreras cedieran ante mí misma, lo supe también en ese momento, pero me resultaba más sencillo pensar en la situación como una contienda contra un oponente difícil, más que como una duda respecto de la solidez de mis defensas. Yo no sabía jugar al ajedrez, pero nos veía a los dos como participantes de una partida de un torneo internacional.

"¿Porque todas las internas, así como las asistentes femeninas llevan máscaras?" No dude en preguntarle.

"Porque es su deber" me contestó, aunque luego añadió "Que curioso que no recuerde que ha venido a olvidar, sino que se ha concentrado en algo más, parece que su tratamiento ha funcionado bastante bien" me dijo sin una pizca de ironía, tomando simplemente nota de un hecho, casi más para sí mismo que para mí.

"Será que estoy logrando mi objetivo entonces, aunque todavía no ha contestado a mi pregunta, sino que la evadió" dije llenando de sorna mis palabras.

Después hubo un largo silencio. Él sabía que yo estaba intentando jugar un juego, pero creo que no se decidía a ponerme en evidencia. Me entretuve imaginando sus especulaciones; lo imaginaba dudando entre mover otra pieza del tablero que yo le proponía con la esperanza de ganarme en mi ley, o tirar por los aires alfiles y caballos haciéndome ver lo frágil de mi estrategia. Cuando me sonrió y me dijo que me esperaba al día siguiente a la misma hora, supuse que no se había decidido por ninguna de las dos alternativas. En ese instante sentía que mi cuerpo recuperaba toda su consistencia, su movimiento natural y que aquella energía tan cálida que sentí al momento de sentarme poco a poco se iba desvaneciendo. Sólo cuando estuve del otro lado de la puerta cerrada, me di cuenta de que había ido con las manos vacías. Pensé en llamarlo y hablarle en el pasillo sobre mis dificultades para dormir y pedirle que me ordenara tranquilizantes. Pero mi orgullo pudo más y resolví decírselo en la sesión siguiente, con la esperanza de que durante el día se me ocurriera algún pretexto mejor. -
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Mensaje por Apu Miér Feb 05 2014, 23:03

08





- Al caer la tarde una profunda depresión se apoderó de mí. Como en esos juegos de encastres, de pronto la última pieza se acomodó y me di cuenta que las famosas pastillas se habían convertido en mi perdición. Había cedido cundo suponía que con mi silencio había logrado ganar. Iba a ver al psiquiatra al día siguiente, estaba pensando qué decirle, me había desconcentrado de mi penitencia. Mi demanda se había convertido en la punta de un ovillo que estaban tirando con delicadeza pero a su vez de una forma muy firme. Pensé que lo mejor sería no ir a la siguiente sesión. Pensé en juntar mis cosas e irme, no a mi casa, sino a la calle y caminar hasta perder el rumbo. Tomarme un barco o lo que fuera e irme muy lejos donde nadie hablara mi idioma, donde a nadie le interesara el porqué de mi silencio. Pero no tenía dinero para eso, ni energía para emprender actos de rebeldía que implicaran algo más que la desidia.

Aunque parezca mentira todavía no conocía la clínica. Nunca había ido más allá de mi cuarto y del pasillo que llevaba al consultorio. Había transitado brevemente el parque el parque el día que despedí a mi marido, y nada más. Ni siquiera conocía el comedor porque había logrado que consintieran en traerme la comida a la habitación. Aquella tarde, casi noche, estaba particularmente perturbada y caminaba sin mirar, sin registrar por donde andaba. Apenas intuía algunos guardapolvos, el ruido de cubiertos, los murmullos de la cena y la molestia vaga de la luz a esa hora de la noche. En algún momento alguien me tomó del brazo y me guió hasta una mesa desde la que de pronto un olor a comida me despertó violentamente de mis cavilaciones. Era lo menos parecido a una cena familiar que pudiera existir y, sin embargo, estar sentada junto a otras personas me provocó el mismo efecto que si hubiera visto una foto del accidente. Me levanté como resorte sintiendo que me llevaba conmigo las miradas atónitas y desairadas de mis compañeros de infortunio. Quise correr a mi habitación y a mis libros, pero de repente me sentí perdida y no acertaba en encontrar el pasillo correcto. El lugar era más grande de lo que yo había supuesto, o quizás en mi desesperación recorría los mismos lugares sin reconocerlos y a cada paso creía estar en un sitio distinto, cuando en la realidad no hacía más que dar vueltas en el mismo lugar. Me dieron unas irresistibles ganas de llorar. Ahogada en la locura de no querer hablar con nadie, de no querer siquiera formular las preguntas más simples, no podía averiguar coordenadas que me llevaran a mi cuarto, tan impersonal y sin embargo ahora capaz de darme una seguridad que los pasillos no me brindaban. Hice un esfuerzo digno de un atleta para tragarme las lágrimas, porque el pánico de desbarrancarme era aún más intenso que la angustia que me amenazaba. Transpirando por el esfuerzo físico que me demandaba el no llorar a gritos temblando por la angustia que no encontraba la salida, caminé apoyada contra las pareces tratando de concentrarme en la observación del lugar para no volver a perderme. Con tanta fuerza me apoyé en la pared que me caí de costado en el hueco de una puerta abierta. -




- De todas las personas que estaban internadas ahí a la única que conocía era a mi compañera de cuarto. Los demás representaban una presencia abstracta, la noción de que compartía el lugar con muchos otros pero con nadie en particular. Eran el gran conjunto de los pacientes, así como había otro de las enfermeras y otro de los profesionales. De cada conjunto tenía una cara, un delegado que yo sabía representaba a muchos más. Del mismo modo, sabía que mi cuarto era uno de muchos, pero yo sólo había entrado en el mío hasta ese en el que caí con una torpeza que en otros tiempos me habría resultado imperdonable. No llegué a ver al habitante de ese cuarto. Una impresión sonora me llevó aún más lejos en mi angustia. Sentí como si una mano muy cruel estirara las fibras de mi pecho hasta el límite del desgarro. El cuarto estaba en penumbras y de un pequeño aparato desconocido salía una música terrible, una música conocida para mí. Delg interpretado por Nacregar. Era dolorosa e intensa, como cortarse las venas y esperar a que el cuerpo se vaciara lentamente. Reconocí enseguida los instrumentos porque cuando era feliz podía coquetear con la melancolía y escuchar música para suicidas.

Fue como un golpe por la espalda, duro y seco, que me dejó ahogada babeando sobre el frío piso de la habitación. Una sucesión de imágenes no bienvenidas golpeaban contra mi frente y yo, ya sin fuerzas y sin voz, apenas podía sacudir la cabeza para tratar de alejar de mí los objetos de mi olvido. Opté por usar esa escasa energía para levantar un poco la cabeza y dejarla caer contra el piso una y otra vez. Una y otra vez en un intento, también torpe, de hacer competir el dolor físico con ese otro monstruo que me estaba atacando. Pero no me dolía. A medida que realizaba el mismo movimientos una y otra vez mi mente se iba alejando; una extraña energía recorría todo mi cuerpo, era reconformarte, me hizo acordar a mis sesiones de terapia, pero a diferencia de aquella energía esta provenía de mí, de mi propio interior y cada vez crecía más y más, como si el camino a la muerte y el olvido me trajera aún más a la vida, sin dudarlo era una gran paradoja. Apenas sentía como algo ajeno y lejano el pegote de sangre que calentaba el piso de la habitación sobre el cual mi cabeza rebotaba. En algún momento una mano huesuda se interpuso entre mi cabeza y el piso hasta que unos brazos fuertes me recogieron del suelo, me llevaron hasta la enfermería e intentaron sujetarme para poder calmar mi dolor. Ellos no tendían que mi objetivo era olvidar o morir en el intento. Muchas manos intentaron ponerse sombre mi cuerpo, pero tenía una energía basta y desbordante, algo que en otros tiempos no hubiera tenido, no entendían nada. Sólo me concentre en mi tarea de entregarme a la muerte mientras que sentía como más y más manos se posaban sobre mí; en ese instante surgió de mi interior una energía impresionante, desbordada todo mi cuerpo, como si me sintiera plena. Pude luchar contra esas temibles manos con toda mi fuerza, cuanto más me concentraba la energía se hacía más y más poderosa, hasta llegar al punto que me parecía estar viendo un aura de color sobre mí, que el piso y las paredes temblaban. De pronto hubo una mano que no pude contener, sentí un pinchazo y un líquido que entraba en mi cuerpo. Inmediatamente me derrumbé y caí como un viejo costal. Recuerdo vagamente las paredes de un pasillo, una puerta que se abría y la suavidad de un lugar tan extraño como conocido en el que permanecí, dormida primero y atontada después, los siguientes tres días. -
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Mensaje por Apu Jue Feb 06 2014, 08:30

09





- Antes de abrir los ojos, antes de volver del sueño blanco de las drogas, atravesé un recuerdo que no sabía que tenía. Una imagen vieja que nunca había creído que se convertiría en un recuerdo capaz de revelarme nada.

Lo primero que vi fue el mar. Un mar calmo, sin olas, con apenas unas ondas suaves aquí y allá. Era un mediodía caluroso y sin sombra. La playa estaba vacía y reflejaba una luz blanca, enceguecedora. Era temporada baja y todas las casas estaban cerradas, casi tapiadas. A un metro del mar, donde la arena estaba húmeda, una estela larga de caracolitos de distintos tamaños y formas que aún no habían sido alcanzados por la erosión recorría todo el largo de la playa. Yo estoy con una bolsita juntando los más lindos y raros para sumarlos a mi colección de recuerdos de las vacaciones. La mano de mi novio se me aparece desde atrás, mostrándome en la palma abierta una estrellita de mar, pequeña y mojada, perfecta, con sus cinco puntas completas. Después siento su cara fría de haber estado en el agua que se apoya sobre mi hombro y su voz que en un susurro me dice “pobrecita, murió chiquita”. El corazón se me encoge de pronto, como si hubiera tragado un hielo directamente por la aorta. No lo había pensado. No se me había ocurrido que hasta hacía un momento había estado viva, ni que había muerto sin crecer, sin llegar a ser adulta. La vi frágil, vulnerada en ese mar gigante, sola y muerta en la inmensidad. Estaba sufriendo por la vida truncada de una estrellita de mar. Un pánico feroz se apoderó de mí. Un instante de locura inmensa. Como el obturador de una máquina fotográfica que se abre una fracción de segundo y deja entrar la luz, vi de pronto el abismo. En mi cama de enferma mental, el sopor de las drogas evaporándose, eliminándose por mis glándulas sudoríparas a mayor velocidad de la que hubiera querido, caí en la cuenta de que aquel dolor que sentí ese día tan lejano, en el que mi hermana tenía apenas siete meses y dormía a la sombra del único árbol de la playa, y que en ese entonces me había parecido casi letal, no había sido una muestra gratis del verdadero dolor que vendría después. Había sido infinitamente menor al auténtico dolor de la pérdida. Sim embargo, ahora podía reconocerlo, había tenido el valor de una pequeña revelación: los cachorros pueden morir.

Cuando finalmente abrí los ojos después de esos tres días, creí recordar que la misma mano huesuda que se había interpuesto entre mi frente y el piso me había acariciado el pelo durante mi convalecencia, pero enseguida lo olvidé. Tardé unos minutos en despabilarme y sentir la necesidad compulsiva e imperiosa de sumergirme en un libro. Miré hacia los costados, pero alguien había metido mano en mi mesita de luz y encima de ella no había nada más que el velador y un vaso con agua. Volví a cerrar los ojos tratando de no caer en la desesperación absoluta, y cuando el ahogo me obligó a abrirlos, otra vez me encontré con esa mirada celeste del director de la clínica. Su energía me paralizaba, me mantenía absolutamente quieta y calmada, ahora con la mente despejada de todo, podía verlo, era él mismo con su energía quien lograba ese efecto en mí; al mirarlo fijamente noté un aura de energía que emanaba de él y entraba en comunión conmigo. Él estaba parado al borde de mi cama y me observaba como si no supiera si estaba consiente o si dormía con los ojos abiertos. Pensé en aprovecharme de esa situación y simular que no lo había visto, que lo miraba sin ver, pero la simulación resultaba demasiado difícil, la energía que desprendía de su cuerpo era cada vez más y más poderosa, a pesar de no decir una palabra era evidente nuestro juego evadirlo me resultaba tan difícil como franquear la distancia entre los demás y yo. Hubo un silencio que se me antojó larguísimo, hasta que finalmente me preguntó cómo estaba. Levanté las cejas como para decirle algo así como “que pregunta ridícula”, inmediatamente todo el cinismo quedó sumergido en un mar de lágrimas. Él me puso una mano en la frente, volví a sentir y ver su energía interna, pero esta vez concentrada en su mano, se percató de que yo me di cuenta, él lo sabía y no parecía tratarme como a una loca, sino más bien su mirada era compasiva; en ese instante mi cuerpo comenzó a reaccionar, toda la energía de mi cuerpo se empezaba a concentrar y emanaba hacia el exterior, curando mis heridas abiertas. El contacto físico era algo que había rechazado poco después del accidente. Había recibido un abrazo de mi marido, novio, compañero tal vez, y su llanto contra el mío luego de que mi hermana pereciera, pero apenas pude reponerme un poco puse distancia y me convertí en un hierro frío y duro, imposible de tocar. El contacto físico con el psiquiatra era además imprevisto, siquiera había tenido tiempo de rechazarlo, y aunque hubiera querido, no hubiera podido debido a su gran energía. No me acariciaba ni me intentaba contenerme la cabeza para evitar que volviera a golpeármela contra algún objeto. Era más bien como si me tomara la fiebre, como si constatara mi temperatura para poner el dato en una planilla, sólo que no quitaba la mano y a cada momento la energía que irradiaba de su mano era mayor y mayor, como una cascada que vierte su caudal en un lago cuando hay crecida. Mi llanto era distinto al que había provocado que sintiera la necesidad de rebotar contra el piso. Era más bien una manifestación física, como hacerme pis encima, sin pensamientos que ahuyentar. Por eso me permití confiar en que se terminaría sin la necesidad de hacer esfuerzos. Por primera vez en muchos meses me dejé llevar. Cuando el llanto se alejó de mí, me sentí casi transparente, no aliviada, pero de algún modo vacía. El fluir de la energía había cesado, su mano parecía normal y mi cuerpo estaba registrando los cambios, las curaciones que parecían haberse hecho por milagro, pero que en realidad estaba asociado al fluir de su energía y de la mía también. Volví a mirarlo y él seguía con los ojos clavados en mí como si el tiempo fuera sólo un recorte entre una imagen y otra. Entonces insistió:

“¿Cómo está?”

“Ayúdeme a morir” le contesté sin saber de dónde venían mi voz ni mis pensamientos.

No me respondió.

“No importa cómo estoy, lo importante es que no quiero estar, no quiero existir, y no tengo voluntad para morir” le dije, asintiendo a mis propias respuestas, admirándome de que eso que me hacía hablar supiera que decir.

“A mí me importa usted” dijo él

“Yo a usted no le importo, si le importara haría algo para aliviar mi sufrimiento en lugar de tratar de prolongarlo” Respondí, sutilmente contenta de poder discutir.

“Entonces infiero que está sufriendo.” Esbozó claramente.

“Sí, estoy sufriendo.” Dije con la esperanza de que al menos me dejara en paz.

“La muerte es una opción, pero hay otras, y si usted me lo permite, cuando se sienta preparada intentaré mostrárselas.

Después de eso se levantó, me miró fijamente, parecía concentrarse demasiado, una energía de color blanca comenzaba a brotar de su interior hacia el exterior, sentía las mismas sensaciones que cuando estaba en su consultorio, pero esta vez aquella energía parecía contener poder, mucho poder. Acumuló toda esa energía que se transformó en esfera y flotaba sobre su mano derecha, se acercó hacia mí, puso su mano en mi pecho y esa bola de energía entró en mí. No había dolor, tampoco placer, sólo una sensación reconfortante, como dormir en sábanas recién planchadas. Me miró fijamente, me dio una palmadita en la mano, me dirigió una sonrisa entre compasiva y profesional y se fue.

Intente cerrar los ojos y sumergirme en alguna ensoñación agradable, como solía hacer antes del accidente, pero no pude. Cerrar los ojos era encontrarme conmigo misma y mi pesadilla. Los abrí y, aunque estaban irritados y resecos, busqué en los cajones de mi mesita de luz un libro. Me fastidió que las cosas no estuvieran donde yo las había dejado, pero la futilidad de cualquier protesta fue más fuerte y me abandone a la desidia. Lo abrí donde había una hoja marcada sin que recordara cómo ni cuándo había llegado a esa página, y sin que me importara tampoco. Las primeras palabras llegaron a mí con esfuerzo, como un remedio un poco amargo que de todos modos hay que tomar. Después, para mi tranquilidad o por lo menos para bajar el nivel de angustia, empecé a recuperar la capacidad de abstraerme de todo sujetándome con fuerza de la tarea de leer una palabra después de otra, tratando de armar cadenas de oraciones que pudieran transportarme a la realidad de otro, cualquier otro.

Me tocaba leer un libro pesado de tapas duras y me resultaba difícil hacerlo acostada. Acomodé las almohadas y me incorporé un poco de manera de tener las dos manos libres y poder sostener el libraco a la altura de los ojos. No sé cuánto tiempo llevaba sumergida (o haciendo fuerza para sumergirme) en la lectura. No sé si ella había hablado antes y yo no la había escuchado. Lo que sé es que cuando la escuché me tomó por sorpresa y levanté la mirada.

“Parecía un pariente o un novio. Estuvo al lado de tu cama todo el tiempo. Incluso te acarició la mano dos veces, yo lo vi.” Me dijo como si viniera a cuento, como si estuviera retomando una conversación interrumpida.

No dije nada pero la miré interrogativamente. Fue una reacción que no pude controlar y de la que me arrepentí en el mismo momento en que sucedía. Pero a la vez tenía como interés por saber quién me hablaba.

Ella, tal como temía, interpretó mi actitud como una invitación, y en vez de hablarme desde su cama o sentada en su silla a una distancia bastante prudencial, como solía hacer cuando me contaba su vida, se sentó en el borde de mi cama y, para mi horror, me tomó el pie descubierto por las sábanas y lo presionó para darle énfasis a sus palabras.

“Es bastante guapo, pero no te conviene. Primero, porque es rumano y no habla ningún otro idioma que no sea el suyo; segundo, porque llora todo el tiempo, y tercero, porque fue castigado por los dioses, no puede tocar a ninguna mujer, si lo hace morirá inexorablemente.” Después María se alejó unos metros, se sirvió un vaso de agua, y tomándolo a pequeños sorbitos volvió a contarme cosas de su vida. Creo que esa tarde me contó de su primer día de entrenamiento o algo similar, no recuerdo bien. Lo que sí recuerdo es que por primera vez en mees cerré el libro y me puse a elucubrar algo así como un proyecto. -
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Mensaje por Apu Jue Feb 06 2014, 10:10

10





- Esa noche, todavía mareada por los golpes que me había infringido y por la medicación, busqué a los tumbos el camino a su cuarto. No puedo decir la energía que me demandó ese paseo por los pasillos oscuros porque ese pánico no tiene palabras. El sudor me corría desde el cuero cabelludo hasta la espalda y por momentos tenía que detenerme a limpiarme la cara porque la transpiración me irritaba los ojos. Me sentía como si estuviera huyendo de un asesino serial y me odiaba por ese miedo. Se suponía que estaba yendo al encuentro redentor de la muerte, aunque no tenía la seguridad, y yo temblaba como un animal acorralado.

No sé cómo llegué a destino, pero tomé como una buena señal el hecho de encontrar la habitación. Parada frente a la puerta, sentí con fuerza que era ésa y que no podía ser otra, sin embargo tuve miedo de equivocarme y decidí buscar algún otro detalle que me confirmara que no había error. Entré muy despacio, abriendo la puerta con mis manos temblorosas y húmedas. Alguna clase de milagro operó sobre esas bisagras que no chirriaron y pude introducirme como un fantasma. Agucé la vista todo lo que pude en busca de algún dato que me permitiera estar segura. Pero no vi, sino que escuché, la confirmación: muy bajito, casi imperceptible para los oídos desprevenidos, llegaba el sonido de esa música terrible. Sentí arcadas. Estuve a punto de desistir, pero me contuve. Me metí en su cama tratando de despertar su pasión, su fogosidad, su hombría, pero todos mis intentos fueron fallidos. Entonces encendió la luz del velador. Me sentí como una ladrona que de pronto descubre que un montón de policías la han estado mirando socarronamente mientras se esforzaba por abrir una caja fuerte. Pero lo peor no fue lo que sentí, sino que sentí. Cómo pude creer que iba a poder salir indemne, no lo sé.

Él me sacó de las sábanas y me miró con ojos llorosos. Una fuerte energía emanaba de él, la misma me atravesó con una saña diferente a lo que yo había ido a buscar. El corazón me dio un golpe como de muerte, pero no; otra vez la agonía sin fin. El dolor que se hunde en todas las fibras y no abandona, no descansa. Quise seguir con mi plan a toda costa, darle un sentido a esa horrible situación. Quise atacarlo para poder tomarlo por la fuerza, pero una poderosa energía que emanaba de su interior me golpeó salvajemente. Aquella energía estaba cargada de dolor, llanto, desesperanza, de muerte. Pero la muerte es escurridiza y para el suicidio hace falta talento. Su llanto era incontenible, y a su vez aumentaba el caudal de energía que emanaba de ese hombre, a pesar de su paupérrima condición física. Como una corriente devastadora me llevó junto con él. Si algo no quería era ternura y mucho menos compasión, pero él me abrazó y su energía cubrió toda la habitación. Lloramos como dos niños huérfanos en un bombardeo nuclear. Cerca del amanecer me dijo palabras que no entendí y agradecí su incomprensión de mi lengua, al menos eso me eximia de un discurso. Salí en busca de mi cuarto derrotada, sin haber logrado mi cometido, con una angustia más para mi rosario.

Creí que estaba a salvo. Creí que el sexo podría ser un rudo intercambio de fluidos, un acto carnal sin sentimientos, sin abrazos. Yo quería llegar al momento en que pudiera clavarme su maldición como un puñal. Creí que podía convertir a u hombre en un simple objeto de castigo. Guiar la mano del asesino contra mi pecho y apretar el gatillo. Pero me equivoqué. -
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Mensaje por Apu Jue Feb 06 2014, 11:19

11





- Nunca he tenido un ataque cardíaco, pero creo no equivocarme si digo que el ataque de un recuerdo no tiene nada que envidiarle. Cinco años junto a mi hermana, como si fuera una madre para ella, son millones de imágenes, trillones de células nerviosas ocupadas en almacenar memorias. Ser hermana de una nena muerta supone otros trillones de células nerviosas ocupadas en impedir que esos recuerdos pasen la valla y se dibujen en la mente. Un trabajo arduo con el que yo colaboraba con toda la energía de mi cuerpo y de mi alma. Si me hubiera sobraso aunque mas no fuera un poquito de energía, la hubiera usado para hablar con alguno de los internados que estaban tratando de recuperar su cordura. Les hubiera preguntado qué drogas te permitían adormecer las neuronas que contienen los recuerdos sin que las otras bajen la guardia. Soñar cualquier cosa para mí era lo mismo que tener una pesadilla. Cualquier imagen era lacerante; cualquier voz, cualquier sentimiento, cualquier sensación me despertaba igual que si hubiera soñado con un destripados señalándome con su cuchillo.

Haciendo mi mejor esfuerzo, sumergiéndome sin respirar en todos los libros posibles, gritando para adentro cuando se me hacía inminente la llegada de algún recuerdo, aun así, no conseguía evitar que a veces me asaltara la imagen de mi hermana, su olor, la sensación de su manito adentro de la mía, el ruido de su respiración cuando dormía, su llanto lejano perdido en los pasillos, su risita agitada cuando le besaba la panza. A veces simplemente me daba vuelta y ese movimiento, ese girar insignificante, traía la memoria de mi cuerpo rebelde y me transportaba durante horribles segundos a un mundo que ya no existía. Que me turbaba desde su no existir. Creo que la expresión “un alma en pena” era la que calzaba mejor. Nada me daba consuelo, nada me traía siquiera la esperanza de un tiempo de calma, todo en mí era pánico, terror; caminar para siempre sobre una cuerda floja sin atreverme a caer ni a volverme más diestra. Sólo conseguía algo parecido al descanso cuando lograba sumergirme en las palabras de un libro, cuando podía tragar ese camino de letras hasta vaciarme. Entonces las fibras podían recomponerse un poco. Es curioso, es curioso, algo que sucede entre contracción y contracción. Pero mientras recibía la alegría de tener una hermana, la alegría era celebrada desde la muerte, porque ese día fallecieron nuestros padres. La alegría desde la muerte de mi hermana no fue nunca más algo con lo que pudiera contar. La alegría quedó para siempre fuera de mi alcance y de mi deseo de alcanzarla. Tal vez la parte de mi cerebro encargada de la resistencia estaba demasiado herida para presentar batalla, o quizá simplemente el tiempo había erosionado mi muro, no lo sé, lo que sí sé es que el ataque fue tan feroz que si me hubiera tragado un volcán la sensación de carne chamuscada no habría sido mayor.

Ahogada en mis propias babas, aturdida con mis alaridos, me arrastré hasta la intimidad de mi cuarto, hasta el cobijo de mi cama, desde donde me tiré unas cuantas veces hasta que logré alejar a las almas caritativas que intentaron calmarme. Conseguí sólo unos minutos de sosiego, porque enseguida vinieron refuerzos con brazos más fuertes (más profesionales) que me intentaron sujetar a los barrotes de la cama. En ese instante sentí que toda mi energía interna quería estallar, yo quería estallar. Era tanto el poder de mi concentración, de la lucha por mi liberación que logré materializar mi energía en el exterior y hacerla explotar ahí mismo. Todos se quedaron absortos mirándome, incluso maría, quien debido a la explosión provocada ya no tenía la cara parcialmente cubierta con la máscara, sino que esta se había roto. Me quedé absorta, no sabía si lo que estaba viviendo era real o no. Mis fuerzas me abandonaban, mis sentidos se iban alejando y yo me desmoronaba lentamente sobre mi cama. Desde algún lugar muy lejano a mi dolor me sujetaban a los barrotes de mi cama, me explicaban que lo hacían por mi bien, para evitar que me hiciera daño. Caí en la cuenta de que todo se estaba desmoronando. Ya no podía evitar llorar ni mantenerme bajo control como antes. No sabía si estaba cuerda, si estaba loca o si estaba peor que eso. -
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Mensaje por Apu Vie Feb 07 2014, 01:57

12





- Mi rosario de desgracias era largo. Yo pasaba una a una las cuentas y rezaba por primera vez en mi vida una plegaria: “Padre nuestro que estás en los cielos, por qué me has abandonado, clávame el cuchillo blanco del pescador”. Mi suicidio asistido había terminado en desastre. Ahora tenía la cara hecha papilla y ni siquiera tenía las manos libres para poder leer. “Para que dejara de hacerme daño”, qué idiotas, qué podía ser más dañino que sacarme mi droga de palabras. Que distinto hubiera sido si el rumano me hubiera clavado su maldición. Con qué paz hubiera recibido cada nueva dolencia, cada muestra de que la vida iba perdiendo terreno. De todos modos lo comprendía. Por qué iba a quedarle espacio para una buena acción. Quién sabe qué rosario de miserias estará rezando él, pensé con menos resignación que molestia.

Esa noche tardó mucho en llegar. La tarde también parecía tener dificultades para suicidarse. Tomé una serie de palabras y las dije hasta ahuecarlas, hasta que la garganta quedó seca. Ya no tenía lágrimas, ya no tenía fuerzas para tirar de mis amarras, ya no tenía más remedio que esperar que el tiempo pasara. Traté de tomar esas horas como una corona de ortigas, como un castigo merecido por estar viva. Traté de agradecer cada padecimiento como un monje agradece la posibilidad de expiar sus culpas insoportables a través de darse cuenta una y otra vez con su látigo de siete colas. No fue fácil, pero fácil era otra palabra que había quedado detrás de la frontera que superaba la vida de este patético sucedáneo.

Por fin se hizo oscuro y mi compañera de cuarto dejó de molestarme con sus intentos de darme ánimo. Ya no quedaba nadie tratando de hacer nada por mí, salvo la enfermera de noche que apenas se dejaba ver cada tanto sin ninguna intención de hacer nada. Entonces apareció él como un fantasma. Como el fantasma que probablemente fuera de lo que alguna vez había sido. No sé qué clase de culpa estaba queriendo expiar él, pero el martirio era evidente. Mi corazón latía muy fuerte pero se sentía incapaz de cualquier palabra, de que todos modos sabía inútil dada su incomprensión del idioma. Tenía terror de que hubiera interpretado mi incursión en su cama de la noche anterior de una manera equivocada.

Se acurrucó contra mí apoyando su espalda contra mi ombligo. Estaba completamente bañado en sudor y su rostro hervía de fiebre. Sé que suena extraño, pero olía amarillo, igual que la energía que fluía de su interior, era del mismo color, aunque luego dejé de percibirla. Lloraba y balbuceaba palabras en su idioma, algunas se repetían. No sé si llamaba a alguien o me confundía con otra persona en su delirio febril. Parecía loco, y probablemente lo estuviera teniendo en cuenta donde nos encontrábamos.

Cuando sacó la navaja creí que iba a matarme. No tuve miedo, sólo me sorprendió que tuviera un arma blanca y nadie se la hubiera descubierto. También me sombró que hubiera interceptado certeramente mi deseo de suicidarme a través de él y lo admiré por esa entrega.

Sin embargo, no me mató. Sólo cortó las tiras que me sujetaban las muñecas y los tobillos a los barrotes de la cama, y me dio la mano con una fuerza rara para esos brazos decrépitos y esa fiebre mortal. “La fuerza de los locos”, pensé. Pero en ese instante corroboré que se trataba de algo más. Su cara, su cuerpo, todo su ser se encontraba en un estado inerte, algo parecido a un gato cuando se encuentra en altera; él se encontraba en la misma situación y a pesar de eso no dejaba de emanar un aura de energía poderosa, aunque lo extraño era que no podía detectar ningún sentimiento en él.

Me llevó a la rastra por unos pasillos oscuros que él me parecía que conocía muy bien. Caminamos bastante hasta que llegamos a una puerta cerrada con llave. Ni siquiera probó el picaporte. Sacó otra vez su navaja, que era uno de esos cortaplumas con cientos de implementos, y con una habilidad que otra vez me asombró para unas manos que temblaban tan dramáticamente, violó la cerradura y la abrió.

Mis pies descalzos decodificaron un piso alfombrado. Me sentó en un rincón y me dejó para sentarse en un sillón de orquesta a la vera de un piano. Definitivamente algo que no quería era un concierto, o aún peor, que haya malinterpretado mis señales y que quisiera tener algún tipo de contacto conmigo, después de todo se la había pasado a la vera de mi cama aquella vez. Me levanté y corrí hasta la puerta. Miré para atrás pero él no intento detenerme. En el instante que mi mano se posó sobre el picaporte una luz tan blanca y tan brillante aún más que el mismo sol estalló en aquel lugar. Mi cuerpo reaccionó solo y automáticamente dejé el picaporte que con tanta seguridad había tomado, dejándome llevar por mis impulsos para prestar atención a aquel fenómeno. Algo que tenía en el bolsillo de la chaqueta de interno era lo que emitía ese brillo en conjunto con un colgante que traía consigo. El adorno del colgante se desprende, como los motores de una nave espacial, el adorno cada vez era más brillante hasta que pareció estallar. Una cantidad enorme de energía salía del cuerpo de aquel maltrecho hombre la cual combinada a la luz de aquel adorno hicieron aparecer en su conjunción un ropaje metálico, algo parecido a lo que describían muchos libros del medioevo los cuales había leído hasta ahuecarlos. Me quede fascinada por unos segundos. Él no paraba de fijar su mirada en mí. Mete su mano derecha entre su ropaje metálico y con la izquierda hace un ademan como si me estuviera pidiendo por favor que tomase asiento. De su mano derecha al salir de aquel ropaje se la veía sujeta a una lira. Me parecía raro que un artefacto así cupiera en un ropaje metálico ceñido al cuerpo, aunque a esas alturas había visto muchas cosas que pensaba que no existían, viví otras mucho más inverosímiles, así que no me iba a poner en la posición de cuestionar un hecho tan simple como ese. Adoptó una postura firme y decidida, como la de un músico profesional en un concierto. Cuando puso sus dedos sobre la lira la energía que se acumulaba dentro de aquel hombre empezó a fluir hacia el exterior, era de un color amarillo, pálido como la muerte, detrás de él con cada nota se iba dibujándola forma de una lira, como si estuviese hecho el mismo no por una línea sino por estrellas. La melodía que salía de sus dedos ni aún en mi nausea de dolor pude ignorar que era bella. Tenía una voz dulce y terrible. Era evidente que en su vida anterior había sido músico, tal vez famoso, o por lo menos que hubiere merecido serlo. Si no hubiéramos estado en una clínica, si yo no hubiera deseado morir más que cualquier otra cosa y si no hubieran visto en la luz de su energía que alumbraba su rostro una tristeza equiparable a la mía, tal vez hubiera pasado por una escena romántica. Pero no lo era. Al principio intenté taparme los oídos, pero fue inútil, por más fuerza que ejerciera la música de aquel instrumento parecía llegar directamente a mi cerebro, atravesando las barreras que pudiera yo ponerle. Me abandoné hacia su música, me abandoné hacia ese tormento con un sentido de autoflagelación. Así que ésa era la enfermedad que podía contagiarme. Está bien entones, adelante, mátame con las armas que te parezca. Yo te ofrezco mi pecho herido, casi agusanado de dolor, termina conmigo de una vez, aunque sea despacio. A medida que iba transcurriendo el tiempo y su canción la energía que emanaba del él se hacía cada vez más clara y brillante, de un color amarillo pálido ahora su energía era tan vívida como el amarillo sol que iluminaba las mañanas.

No sé qué ocurrió en ese instante, sólo sentí que una voz ajena a la mía, incluso a la de él, me llamaba. Parecía ser una voz proveniente de… la piedra. La misma que el guardaba entre sus ropas de interno. Yo en algún momento de mi vida había leído de metafísica, el ciclo de la energía, que en ocasiones se podía ver, sabía todo sobre los chacras, pero en ningún lugar mencionaron piedras parlantes. Mi cerebro no sabía que creer, así que opté por lo más viable, estaba dentro de un loquero, nadie me iba a mirar raro si le hablaba a una piedra. Me acerque a ella y en un movimiento involuntario la rocé. Vi toda mi vida pasar por delante de mis ojos. Cada recuerdo era una puñalada más que se clavaba en mí. Yo aceptaba aquel castigo, lo vivía como un flagelo, una redención que debía pagar. Cuando ya mi cuerpo no soportó un ápice más de dolor, caí rendida en los suelos. En ese momento la piedra que me había impartido el castigo divino cesó. Como si fuera una explosión sentía dentro mío algo parecido a una bomba atómica, algo que podía controlar mi todo, desde la partícula más pequeña de mi cuerpo, era una energía calma, poderosa y destructiva a la vez. Sentía que mi cuerpo de desgarraba, hasta que lo oí tocar el último acorde de la melodía. En ese instante mi cuerpo cubierto de mi energía se acercaba al suyo, estábamos cada vez más cerca que lo último que recuerdo fue su cara, su mirada de dolor y sufrimiento, luego una luz blanquecina que me encegueció y me hizo perder la conciencia. -
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Mensaje por Apu Vie Feb 07 2014, 02:14




** Si fuera verano, si el calor la obligara a llevar el cabello recogido, sino hubiera ese viento azotador, sino estuviera de espaldas a la gente que pasa presurosa hacia sus obligaciones, sino tuviera puesta esa máscara se podría ver que su rostro lleva un gesto tan fruncido o aún más que el que se encuentra dibujado en la máscara que le cubre el rostro. Después del instante de distención que se permitió al comer el chocolate, vuelve a su mascarada habitual: una cara inexpresiva capaz de no reflejar ninguna emoción humana. Recuerda que alguna vez fue linda y no lo puede creer.

Deja tanto tiempo la mirada clavada en el agua que le saltan las lágrimas. No tenía ganas de llorar, pero cuando le ruedan las lágrimas por los ojos y salen por su mentón debido a la máscara se da cuenta de que está muy angustiada. Si se soltara un momento de la amarra que la sostiene dentro de su cáscara de mujer de piedra, podría llorar a gritos. Pero no quiere, no puede derramarse ahora. Tendrá que encontrar la manera de abrirse pero no llorar; o tal vez de llorar pero no romperse. Pero no, preferiría no llorar. Le gustaría poder hablar sin despertar lástima, aunque la gente la tenía en alto estima ella no podría darse el lujo de caer en la lástima del otro. Aunque quizá sea exigirse demasiado. **
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Mensaje por Apu Lun Feb 17 2014, 00:17

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- La memoria es un músculo imprevisible. No sé por qué no recuerdo absolutamente nada de las siguientes semanas después de aquel concierto, ni tampoco cuál es la razón por la que si recuerdo los libros que leí. Es extraño, veo los colores de algunas tapas, incluso puedo decir de memoria algunas frases, pero no conservo ninguna sola imagen de mí leyéndolos. Es como si hubiera estado en coma absorbiendo libros desde algún plano diferente de conciencia.

Así de simple, de un momento para otro leer ya no surtía el mismo efecto, ya no lograba con ello la distancia que antes había encontrado. Entonces debía buscar otra respuesta.

La memoria, como digo, es asombrosa. Hasta hace un minuto no me acordaba de nada y ahora me acuerdo de cada instante como si me viera a mí misma desde otro rincón del cuarto. Ya en la cama traté de buscar un lugar en blanco en mi cerebro que me permitiera descansar. Pero nada era plano dentro de mí. Todo era pinchudo y doloroso. Donde no sentía pánico sentía culpa, y donde no había desesperación había desgano. María dormía hacía rato, ajena ya a toda intención de abandonarme en el baño para que aprendiera a no esconderme, o a cualquier olvido sin intención. Hacía días que no me contaba nada. Su relato se había estancado en su novio con necesidades muy urgentes y en los deseos de ella que no se enterara de su secreto más profundo; que ella podía controlar la energía. Estuve tentada de despertarla, pero ese afán de comunicación hubiera representado un cambio que no estaba en condiciones de soportar. Estaba otra vez sola, atada a una vida que sólo me devolvía terror. No me quedaba otro recurso que los libros. Mi valija empezaba a vaciarse; en los ciento cuarenta y seis días que llevaba aquí dentro me había tragado casi todo lo que había traído. No me importaba, sabía que si se terminaban podía concentrarme en mi energía interior, eso me solía calmar hasta cierto punto, hasta que los recuerdos me atacasen. También podía mandar a pedir una nueva lista, aunque ese “proyecto” me agotaba. No descartaba de todos modos mandar a pedir más, aunque sólo figurarme el camino que recorrería mi lista me generaba accesos de desidia.

Esa noche en la que empezaba a soplar una brisa cálida que ahuecaba las cortinas del cuarto, agarré con saña el primer libro de la pila y lo transformé en un scrabble, en una sopa de letras sin ningún sentido. Parecía que me había convertido en una reducidora de libros, aunque eso tampoco funcionó. Entonces decidí concentrarme en mí, en mi energía interna, deseaba saber que misterio se enmascaraba tras eso, o al menos saber por qué podía ver mi energía así como también la de los demás si me lo proponía. A veces podía sentir que alguien se acercaba sin oír sus pasos o ver su sombra, era todo bastante raro. Incluso podía saber cuándo mi esposo había venido a verme los días de visita, podía sentir su energía a pesar de las distancias. Me concentré lo más que pude. Intenté poner la mente en blanco y no dejar que nada me invadiera, que nada perturbara mi concentración. A medida que lo lograba mi energía crecía y crecía más y más, como un río que es alimentado por la lluvia. Sentía que un poder inmenso recorría todo mi interior, desde mis pies hasta mi cabello. Aquel poder era magnánimo, como si sintiera la energía del universo dentro de mí. Ya no había dolor, ni tristeza, ni ningún sentimiento, solo paz. Ese día me dormí sin darme cuenta. -
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Mensaje por Apu Lun Feb 17 2014, 01:34

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- Mi marido venía todos los miércoles a visitarme, a pesar que yo nunca quise verlo. Él igualmente se pasaba todo el horario de visitas en el jardín. Yo podía observarlo desde mi ventana. Era tan deprimente, siempre concentrado, mirando el paisaje, a veces con la nariz pegada a los vidrios, esperando hasta el último instante con la esperanza de que yo algún día quiera verlo, como si quisiera tener contacto con él. Yo no quería comunicarme con nadie, tampoco con él, y sin embargo este miércoles fue distinto, recibí una carta suya. Cualquier cosa que hiciera sería una línea de diálogo, una esa especie de conversación entre mi marido y yo. Susana se había quedado parada frente a mí, aunque no podía ver su rostro intuía que en sus adentros debía de estar haciendo una mueca como si estuviera esperando que yo abriera esa carta que me entregó hace unos instantes, con un gesto claro en su rostro como si esperara algo. Eso también me llenó de confusas opciones, porque ni siquiera sabía cómo decirle que no sin decir nada, sin que eso se convirtiera en materia de interpretación. Le di la espalda. No sabía si sentarme o si quedarme parada o quizás hundirme debajo de mis cobijas. Todos los objetos me repelían, todas las acciones se mostraban insuficientes. Empecé a dar vueltas como loca con el papel apretado contra el pecho sintiendo cómo lágrimas ajenas mojaban un cuerpo que era de otra. Hasta el aire me quemaba. Una violencia asesina crecía dentro de mí hasta excederme y atacarme desde afuera, hasta sacar toda mi energía interior y cubrirme entera con ella, sentía un poder y una cólera que iban mucho más allá de lo normal, en ese instante Susana apoyó su mano sobre mi hombro y al darme vuelta sólo pude explayarme con un grito, pero la agresividad de mi cuerpo no pudo ser controlada. Mi energía interna explotó como si fuese una bomba. A lo lejos podía ver el cadáver de María en los escombros de lo que alguna vez fue nuestro cuarto, Susana aún con la poca energía que le quedaba pudo aguantar agarrándose de mí, pero en un abrir y cerrar de ojos cayó al piso mirando al cielo; su máscara se destrozó al igual que su cuerpo. Ya no podía más con nada ni con nadie. Había llegado el momento de irme. -
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Mensaje por Apu Lun Feb 17 2014, 02:35

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- Con una seguridad que me parecía más ajena que absurda, caminé hacia el consultorio del psiquiatra. Cuando tomé el picaporte, la idea de que pudiera estar atendiendo a otra persona rozó una esquina de mi cerebro, pero como en una mesa de pool la bola de mi preocupación se metió en el hueco de la esquina opuesta y desapareció. No había nadie. Ni siquiera el psiquiatra. La puerta cedió fácilmente, pero algo como la consistencia de la intimidad de ese espacio me retuvo fuera. Encontré valor y arremetí. Abrí todos los cajones, todas las vitrinas, revisé papeles en su escritorio, hice deslizar todas las puertas corredizas. El aire entraba a mis pulmones con gran dificultad provocándome unos resoplidos similares a los de un caballo encabritado. Me apoyé en el escritorio unos segundos para recuperar el aliento y poder continuar con mi búsqueda. Entonces lo vi. Tenía el ceño fruncido. Parecía enojado. O, más bien, parecía haber ya controlado el impulso de sacarme a patadas de su oficina, pero sin haber recordado cambiar de cara. Nos miramos a los ojos. El celeste de su mirada era aún más metálico como balas plateadas a punto de matarme.

“¿Qué busca?” Me preguntó casi sin mover la boca

“Las fichas, usted debe de tener fichas de cada paciente.” Le respondí como haciendo valer mis derechos.

“¿Quiere saber cuál es mi impresión sobre usted?”

“No, no, no es sobre mí, quiero saber la historia del rumano.”

“Del rumano… ¿Qué quiere saber?” Me dijo cerrando la puerta tras de sí y entrando a su espacio que hasta hacía nada había estado impoluto.

“Todo.” Le respondí no aceptando la invitación silenciosa que me hacía a tomar asiento frente a él.

“¿Por qué le interesa?”

“¡Por Dios! ¿No puede por una vez responder una pregunta directa?” hacía mucho tiempo que no le gritaba a nadie y me disgustó. Mis gritos habían sido ráfagas de fuego y la boca todavía me quemaba.

“Bien, no hay mucho que pueda contarle, tome asiento por favor.”

Me senté. Quién hubiera podido negarse a una orden tan bien formulada. -
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Mensaje por Apu Lun Feb 17 2014, 02:56

** Ahora le da la espalda al río. Quiere irse, empezar a caminar, pero no puede. Está como atascada. Una parálisis temporaria la retiene en la orilla del río, aunque por lo menos ha podido darse vuelta y dejar de tentar al cuerpo con el agua helada.

Ay un poco más de movimiento. Pasa un hombre con un gorro de piel. Pasa una chica altiva, vestida para el éxito, con la mirada celeste puesta más allá de las personas que la cruzan de frente. También, con pasos muy cortos y tambaleantes, pasa una señora con un perrito blanco abrigado con un suéter de lana. No puede evitar imaginarla haciendo el tejido de punto, muy pegada a la estufa, con el perrito enroscado a sus pies. Cuando llegan a su lado, el perrito olfatea el ruedo de su gran tapado de piel y amaga con un gran saludo efusivo. La señora lo reta con cariño y se disculpa con ella. Aprovecha la circunstancia para hacer una parada y buscar un poco de conversación. Se queja, dice que ya no está para salir a pasear al perro, y menos a esas horas, pero que de todas maneras no tiene otra cosa que hacer. Le cuenta desde que murió su marido ya no tiene ánimo de nada. Los hijos la visitan los domingos, pero no todos los domingos. Se siente sola. Toda una vida dedicada a ellos y ahora no le queda nada. Ella quiere contestarle, invitarla a tomar una leche caliente pero no puede. Otro día hubiera hecho el esfuerzo de salir de su ostracismo para darle un poco de aliento, pero ese día ella necesitaba toda su energía y, lo lamenta, no puede desperdiciarla en desconocidos.

La señora hace un gesto de fastidio, una mueca como de sonrisa invertida mientras menea la cabeza, tal vez pensando que todo está perdido. Ella se friega la cara con las manos enguantadas, contrae los hombros y trata de sobreponerse. Siempre le disgusta un poco sentir la decepción de los otros. **
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Mensaje por Apu Lun Feb 17 2014, 06:36

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- Hubiera jurado que era invierno, el invierno más crudo que había soportado jamás. Pero no, apenas era otoño. Cuando realmente llegara el inverno todo iba a quedar cubierto por una reparadora capa de nieve. Me pareció una buena idea quedarme parada en mitad de la calle hasta que el blanco helado cubriera toda mi porquería, cauterizara mis heridas abiertas, como seguramente iba a ocurrir con todo el pavimento herido, con las aceras sucias, con las puertas desgastadas. Aunque tal vez no sea correcto hablar de una idea: sentía un deseo insistente de que alguien me estaqueara y me obligara a esperar pacientemente el invierno en mitad de una calle cualquiera, o me atara a una cruz de madera clavada en el jardincito de una casa con niños para que pueda servir de futura estructura para muñecos de nieve. Parece un deseo suicida, pero era un deseo en sentido contrario. Que alguien hiciera algo para enfriar el fuego de mi angustia, que una capa de nieve blanda y esponjosa ocultara la fisonomía de monstruo que había adquirido bajo la tortura del dolor.

Hacía mucho tiempo que no sentía frío. Tal vez no tanto, pero me quedaba muy lejos la necesidad de tener un abrigo, el impulso vital de cubrirme del viento, el gesto mecánico de secarme la nariz goteante de alergias.

A cada paso se me cruzaban como placas en la retina imágenes de mi hermana envuelta en bufandas, cubierta de pulóveres, tapada de lana. Gatito con guantes no atrapa ratón.

A cada paso yo sacudía la cabeza pero nada caía, ningún viento se llevaba esas hojas: yo había venido conmigo.

La ciudad me era ajena pero no lo suficiente como para no ofrecer referencias. En definitiva, una ciudad es siempre una ciudad, ninguna es demasiado diferente de otra. Tal vez deba probar con el campo, pensé, pero sabía que no me quedaba energía para nuevos proyectos. Aunque tampoco tenía fuerzas para ahuyentar una duda.




Cuando empecé con las caminatas por Calea Victorieri hacía ya varios días que había llegado. Los suficientes para ubicarme en el hotel más barato del centro de la ciudad (¡haber recorrido tantos kilómetros para hospedarme en un lugar llamado “Aida”!) y sentir la necesidad de abandonar la hipnosis que me ataba a mi única ventana. Me sentía como dentro del “Sin el pan y sin la torta”, solamente que sin hermana prendida de mi mano, sin puño sobre la mesa; aunque con la certeza de una injusticia.

Al meter las manos en los bolsillos noto que ya no tengo más chocolate, decidí fijarme si en el resto de mis ropas tenía dinero, era sabido que el chocolate era el remedio universal para todo, para el cuerpo y para el alma. Al llegar a la tienda tomo el primer chocolate que está a la vista, saqué el dinero del bolsillo y empecé a contar billetes hasta que el tendero me hizo un gesto en señal de aprobación. Le di el dinero y me disponía a retirarme cuando la voz en un todo más alto del tendero me hizo suponer que me hablaba a mí. Efectivamente al acercarme me devuelve unos billetes de diferente tamaño junto con algunas monedas, al salir a la calle guardo el chocolate y me quedo mirando el dinero. Saco algunas cuentas mentales y por suerte me quedaba bastante. Faltaba bastante para que se me terminase lo que correspondía a mi parte de los ahorros que le había pedido a mi marido en la única conversación que tuvimos desde que me interné en la clínica eran más que suficientes para meces de hotel Aida, chocolate y café caliente.

Me resultó una especie de broma con poca gracia que justamente el dinero me recordara a mi marido. Nosotros nunca habíamos hablado de dinero; jamás habíamos sacado a colación el costo de las cosas, como si fuera un tema de mal gusto. En realidad nunca habíamos hablado en forma tan directa acerca de nada, hasta esa vez. Nos limitábamos a vivir, a transcurrir juntos. Solía enterarme que pensaba cuando leía alguna de sus entrevistas en los diarios. Por ello aquella conversación fue una conversación entre dos extraños. Entre dos que no tienen tiempo ni de rodeos ni de artificios:

“¿Qué vas a buscar?”


“…”

“¿Te enamoraste del rumano?”

“…”

“¿Por qué no puedo acompañarte?”

“Quiero todo el dinero que me puedas dar, quiero mi parte de todo, de la casa, de los ahorros que hayan quedado después de pagar la clínica. Quiero que traigas mis documentos y que me saques un pasaje lo antes posible para Bucarest. Para mañana, pasa pasado si no conseguís.”

“¿Por qué tanto apuro? ¿Te parece que estás en condiciones de hacer semejante viaje?”

“No; no estoy en condiciones ni de hacer ese viaje, ni de quedarme, ni de escucharte, ni de mirarte, ni nada. Y vos tampoco. Ya no estoy en condiciones de nada nunca más. Pero me tengo que ir y punto. Podés ayudarme o no ayudarme, pero no me hagas hacer este esfuerzo de inventar argumentos que no tengo. Yo te quiero, o te quise, porque ya no quiero a nadie, pero esto lo voy a hacer sin importarme lo que opines. No te preocupes, no voy a suicidarme, no creo que pueda."




Me di cuenta de que había reproducido parte del diálogo en voz alta. Salí a la inclemencia del frío que me devolvió la cara. Parecía algo incómodo tener una máscara frente al rostro, pero en ocasiones como esta, resultaba muy útil. El frio me devolvió mi cuerpo. Mirándome los pies caminé rápido hacia delante hasta que me topé con el río. Apenas tenía la anchura de una calle. Si hubiera habido alguien en la otra orilla, y si yo hubiera estado en disposición de conversar, podríamos haber hablado de muchas cosas prácticamente sin gritar.

Las ondas crispadas que dibujaba el viento en el agua me hacían acordar a algún cuadro de esos con barcos o amaneceres marinos. Pensé en ser un mascarón de proa, dejándome erosionar por aguas hostiles con las manos atadas a la espalda. Quedar desdibujada hasta convertirme en un trabajo para arqueólogos. Hundirme un día ya sin tesoros. Que nadie se tiente, que nadie siquiera sueñe con bajar a las profundidades del océano a buscar ningún misterio.

Me quedé hasta que me di cuenta de que hacía tiempo que había dejado de sentir los dedos meñiques y que el silbido del viento contra mis orejas ya no será ensordecedor sino una punzada lejana e indolora.

Entonces volví corriendo. Como si en el hotel Aida no me esperaran la oscuridad de mi cuarto, la desolación de una cama revuelta, una mesa apenas más grande que una ventana y mi valija sin deshacer, sino un marido celoso al que no le hubiera confesado mis salidas matutinas. -
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Mensaje por Apu Lun Feb 17 2014, 07:04

17





- No puedo recordar qué me dijo con exactitud. En realidad, apenas si puedo traer a la memoria algunos retazos, algunas frases sin contexto. Sé que en un momento hubiera podido jurar que se le llenaron los ojos de lágrimas y que, mirándome desde su medio perfil que sospecho tenía estudiado, me dijo “Feliz cumpleaños” y esperó que entendiera por qué había en mi vida un nuevo nacimiento o por qué lo que había dicho se había convertido en un aniversario, pero yo no llegué a comprender. También sé que acercó sus manos a las mías, se concentró y su energía interior salía hacia el exterior y llenaba aquel espacio con su calidez. El colgante que hasta ese momento no recordaba que tenía puesto, aquel recuerdo comenzó a brillar, y como de la nada, mi energía también comenzó a salir al exterior entrado en comunión con la suya, se incorpora y corre lo que parecía ser una pared, que en realidad era una pared falsa. Toma una de las máscaras que, por esas casualidades o no, tenía el mismo símbolo que mi colgante y me la dio como obsequio. Clavando sus ojos de plata en los míos me dijo “tal vez se pueda perder la niña perdida, tal vez se la pueda dejar ir”, y yo le contesté enajenada en lágrimas “no creo”. Y por supuesto sé que me contó lo que sabía (o lo que quiso contarme) sobre el rumano. No recuerdo las palabras que usó, pero sé que el conocimiento que tengo proviene de él proviene del psiquiatra. De algún modo me dio la información y de algún modo yo la asimilé. La asimilé con una voracidad que quedó incorporada en el lugar del cerebro donde se almacenan los recuerdos de la infancia o aprendizaje lejano. ¿Quién recuerda cómo aprendió a atarse los zapatos o pelar una banana? Sin embargo alguien nos entregó ese saber que ahora es una habilidad menor, una victoria olvidada.

Así la historia del rumano, que desde ese día dejó de ser para siempre el rumano para convertirse en Stephan, su historia o esos datos inconexos como letras de sémola en un caldo demasiado aguado, son parte de mí. Tienen incluso, más entidad que un recuerdo, porque no solamente lo veo a él en mi memoria inventada, sino que veo con sus ojos. Lo recuerdo a él y tengo los recuerdos de él. -
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